Por Josep Cassart.
Ya oscurecía cuando Giovanni Cármine volvía a su casa, rendido, exhausto después de una interminable jornada laboral. Hacía años que trabajaba en Piaggio y menos mal que su domicilio, un piso modesto de Via Palestra en el municipio de Pontedera, no quedaba lejos de la fábrica, lo que le permitía, por lo menos, hacer el trayecto andando.
En los últimos años Pontedera había crecido; sin lugar a dudas ello era debido a la fabricación de una nueva máquina, la Vespa, cuyo lanzamiento había sido un «totum revolutum» para la empresa que a marchas forzadas se vio obligada a contratar a centenares de nuevos trabajadores. La vorágine de demandas –parecía como si cada italiano quisiera poseer una Vespa– repercutía en mayores exigencias de producción para el personal de la fábrica que, por si el trabajo fuera poco debían, además, enseñar el oficio a los recién incorporados. Fue aquel mismo día que el propio Enrico Piaggio, que pululaba por la fábrica, había dirigido unas gruesas palabras a Cármine, a quien puso en evidencia delante de todo el mundo por su falta de dedicación.
Cármine, que tenía un espíritu rebelde, no encajó nada bien la reprimenda del empresario jefe, así que cuando llegó a su casa, malhumorado, después de saludar casi furtivamente a la familia, se encerró en su habitación y preparó unas pequeñas cartulinas de papel donde escribió esta frase: «Enrico Piaggio, accidènte a te!». A la mañana siguiente, de nuevo en la fábrica, introduciría con disimulo las cartulinas, grafiteadas la noche anterior, dentro de los tubos del manillar de algunas Vespa 150 Sprint.
Paralelamente, en la calle Julián Camarillo de Madrid se había instalado Moto Vespa S.A., que comenzó a distribuir unidades de las máquinas italianas; unas «motos» que como todo el mundo sabe se anunciaban como cómodas y limpias, con unos carenados de concha que protegían a sus ocupantes a las mil maravillas. Los españoles no les irían a la zaga a los italianos y bien pronto se verían circular Vespas por toda la geografía española, utilizadas por una gran suerte de empresas y talleres y por los diversos sectores de las clases sociales. Tanto es así que a partir de los años sesenta aquellas que estaban en manos de los jóvenes con ansias de velocidad lucirían un dorsal, participando en gincanas y pruebas de velocidad de montaña.
Al taller de los hermanos Rovira llegaría una de aquellas unidades, la habían adquirido para hacer recados y para la recogida de urgencia de algún que otro recambio. El menor de los hermanos, Salvador, fue quien se la hizo suya, así que cada tarde cuando cerraba el taller, llenaba el deposito de gasolina, le ponía algo de Bardahl para darle el punto de aroma y, tocado por un virus –mas poderoso que el Covid-19–, el de la competición, se dirigía raudo hacia la carretera que une las poblaciones de Riells y Sant Feliu, una improvisada pista donde todos los veranos, desde hacía cinco años, se celebraba la Carrera en Cuesta de Sant Feliu de Codines.
Salvador Rovira era entonces un joven barbilampiño. Se admiraba de las subidas que desde 1959 realizaban motociclistas como Ramón Torras y Pedro Auradell, con sus pequeñas Ducson; «Tiger» Sobrepera, con la Bultaco 200; «La Pava» Rocamora y la legión de los «Squalo», con sus Montesa; Paco Tombas, con la Derbi 250; «Sicari» Carlos y Luis Yglesias, con las Ossa; «Panocha» Arenas y Ricardo Fargas, con las enormes Ducati... Pero lo que verdaderamente le hizo despertar el gusanillo fueron las ascensiones, primero de las Lambretta y después de las Vespa. Si, las Vespa, ¡igual como la suya! Había que probarlo.
Así fue como Rovira, que se había hinchado a entrenar y conocía al dedillo cada mojón de la carretera, cada puente, cada árbol, cada curva, se inscribió con la Vespa 150 de estricta serie en la carrera en cuesta del año 1964, sexta edición, imponiéndose en su categoría, por delante de pilotos de scooter tan experimentados como Manuel Busquets o Augusto Subirá. Rovira, rebosante de felicidad, alzó el trofeo en presencia de sus hermanos, que le animaron para que no dejase pasar la oportunidad y se presentase de nuevo en la próxima edición.
Un año pasó pronto, así les pasan los años a los jóvenes, como una exhalación. Y llegó un nuevo septiembre, el mes de los entrenamientos furtivos y el olor a éter que los delataba.
Los organizadores de la prueba, Peña Motorista 10 x Hora, habían conseguido una inscripción record, 90 motocicletas, pero se lo tomaban con calma.
Cuando Rovira estaba a punto de tomar la salida, uno de los comisarios se le acerca, le desabrocha la cremallera de la chaqueta de cuero y le mete dentro un enorme aparato de radio-teléfono de los de entonces, le cierra la cremallera y le dice: «chaval, cuando llegues arriba se lo entregas a los del control». Salvador Rovira, sin salir de su asombro, oye como el que da las salidas desgrana la cuenta atrás... cinco, cuatro, tres, dos, uno, ¡ya! Y con el corazón en un puño la Vespa sale a toda castaña, lastrado con el artilugio que le oprime las costillas. En plena ascensión y en una curva a derechas el radio-teléfono se le escurre de la chupa y cae al piso, con tan mala fortuna que traba la rueda trasera de la Vespa...
Tendido sobre el asfalto, Rovira se palpa el cuerpo, aparentemente todo esta en su sitio. En su mente ahora solo planea un pensamiento mayor: «Dios quiera que no haya sufrido daños el aparato que me «confiaron» para su entrega». Localiza el radio-teléfono unos metros más atrás, ¡uff! está intacto. La Vespa, en cambio, ha sufrido desperfectos en la parte del manillar. Le da al pedal de arranque y a toda castaña negocia la otra mitad de la subida y cruza la meta, ¡para acabar quinto!
El lunes, en su taller, Rovira intenta recomponer las piezas dañadas de la máquina. Cuando desmonta el manillar, extrae una cartulina enrollada en forma de cilindro. Parece ser que lleva una inscripción, ¿qué será? y lee estupefacto: «Enrico Piaggio, accidènte a te!».
Josep Cassart
Junio 2020