Por Antonio Arderiu.
Corría el año 1994 y este su seguro servidor, que había heredado un Ford Cortina Crayford 1300 de su padre, se le ocurrió apuntarse al Rally de Bilbao, más que nada por pasar unos días de agosto, comer bien, etc. etc. ¡¡Craso error!! Descubrí entonces lo que eran los “rally stages“ para clásicos, tan populares en Inglaterra y tan desconocidos en España. El tema me cautivó, así que me vendí el Suzuki 1000 que tenía para raids y me dediqué a los rallys de clásicos.
Esta modalidad empezaba entonces en España como pruebas de regularidad en carretera abierta y, la verdad, en sus principios siempre fue una justa entre caballeros que, además, nos hacíamos amigos. Regularidad por hitos kilométricos, tiempos por cronómetros analógicos o con la ayuda de Haldas, etc. etc. En definitiva, romanticismo puro.
Como el Ford se fue quedando corto para según que pruebas, entre ellas el propio Rally de Bilbao, empecé a pensar en darle el cambiazo allá por el año 1999. Así que un buen día me planté en Madrid y probé un Seat 124 Sport Coupé 1800, un Alfa Romeo 1750 GT que tenia mas óxido que la cafetera del Titanic, y un Lancia Fulvia HF 1600 que me cautivó aunque me advirtieron de que era un poco delicado.
Cuando estaba sumido en mis reflexiones sobre cual de ellos adquirir, un periodista del motor que conocía, ya desgraciadamente fallecido, me comentó que en Ávila se vendía un VW-Porsche de un ciclista, un tal Julio Jiménez, que había ganado el coche en una prueba de veteranos profesionales en Diekirch (Luxemburgo, tocando a Alemania). Jiménez se había pasado a pruebas de automóviles al dejar las bicicletas, pero esa actividad ya la había abandonado también. Le pedí que me pasara el contacto, le llamé, me atendió con mucha amabilidad y me remitió a un amigo suyo que era en realidad quien tenía en ese momento el coche y que también se llamaba Julio.
Total, para no alargarme, resulta que un día me planté en el Restaurante El Puente, en Ávila, donde habíamos quedado con ese señor y, nada más llegar, vi un flamante 914 estacionado en el parking, rojo, precioso a mis ojos. Tras los saludos de rigor fuimos a probarlo en unas carreteras cercanas que discurrían por unos parajes preciosos. Yo no había probado nunca un 914 y me sorprendió que viraba como un kart, que era muy ruidoso y que el proceso de cambiar marchas era como hacer mayonesa, de las vueltas e imprecisiones que tenía la palanca.
Mientras comíamos me explicó la historia del vehículo y me dijo que Julio Jiménez hubiera querido utilizarlo en competiciones automovilistas pero que desistió de ello por la dificultad y coste. En aquel entonces, para preparar ese tipo de vehículos decir que solo el equipo de frenado valía más que un Seat FU de los de aquella época. Julio Jiménez lo utilizó para reconocer tramos y poco más. También me contó que el vehículo permaneció con la matrícula original hasta 1992, que la carrocería era originariamente de color amarillo crema pero que se le cambió a rojo a raíz de un ”pour parler” que tuvo con la columna de un parking y que el motivo de desprenderse del vehículo eran ya unas ciertas dificultades de movilidad para entrar y salir.
A los postres acudió el originario propietario del vehículo: Julio Jiménez en persona. Era una persona muy simpática y agradable, no muy alto, seco y enjuto pero divertido de trato. Y hablamos de todo, de la subida al Galibier, del Puy-de-Dôme y, con mucho énfasis, de su vida como corredor de rally que empezó en 1972, después de que un amigo lo llevase a la cima del Turini para ver pasar el Monte-Carlo. Empezó a correr con un Simca 1000 de grupo 2, luego paso a un R5 y acabó su carrera con un BMW 2002 Ti. Y, vive Dios que tenía un buen palmares también en coches, casi igual que en bicicleta.
Cuando volvía en el Puente Aéreo ya estaba decidido. Al día siguiente apalabraba la compra y, un buen 2 de mayo de 2001 aparecían los dos Julios con ya MI Porsche 914 en Barcelona, mi querido “abulense”. El coche era el modelo de 2 litros y cuatro cilindros horizontales opuestos, situado en posición central, inyección D Jetronic y que utilizaba de base el bloque motor de la VW Camper. Teóricamente daba 100 CV pero, sinceramente, los de ese ejemplar debían estar un poco cojos porque no tiraba todo lo que 100 CV hacían suponer, aunque sí tenía una buena velocidad punta. Ofrecía una muy buena estabilidad y viraba plano como un kart. En curvas enlazadas era realmente rápido pues no hacia ningún extraño con las inercias.
Estrené el coche, por así decirlo, en un Rally de Bilbao, al que fuimos con el desaparecido Andreu Miró y con Cristian Marin. Allí experimenté lo que sobre las piezas me habían advertido, pues rompí un semieje y estuve casi seis meses sin recambio y con el coche parado. Luego nos fuimos a correr el Rally de San Marino y, como la Ley de Murphy se cumple inexorablemente, se rompió otro semieje a escasos 100 metros de la llegada después de más de 1.000 km por los Apeninos. Total, cinco días de hospedaje en una ciudad que se llama Bassano del Grappa, cortesía del RACC, porque, según ellos, el coche debía ser reparado en un concesionario oficial y no en el de Nissan donde yo quería llevarlo, ya que me había aprendido la pieza de repuesto que necesitaba (un rodamiento SKF que también se utilizaba en la Vanette). Al fin pude llevarlo al concesionario Porsche de Vincenza, donde me atendió una señorita que me ofreció un café mientras un sujeto con una bata blanca hacia un diagnostico de la avería, pues no se fiaba de mi. Y menos cuando le sugerí que fuera a buscar el recambio a la Nissan que tenían enfrente, momento en que pareció que le daba un infarto y se tuvo que apoyar en una silla...
Tres días más esperando la pieza y, como ya estaba de Bassano del Grappa hasta las narices, les dije que se quedaran el coche, que yo me largaba de allí... Aquella misma tarde me dijeron que ya estaba listo y, al inquirir el motivo de esa súbita rapidez, me confesaron, con cara mustia, que habían ido a la Nissan a buscar el rodamiento SKF y lo habían instalado. No ha vuelto a romperse nunca más otro semieje.
Con este aparato, ya de vuelta a España, hice dos temporadas de la Challenge Catalana de Regularidad, acompañado de Javier Rivera Jornet. Luego varias veces el Costa Azahar Classic, con Josep Maria Fornells, una Coupe des Alpes y algún otro rally más, antes de que vinieran mis achuchones de salud y tuviera que estar unos años sin rallys. Cuando me reintegré ya fue para adquirir el “A Centodieci” y preparar el Monte-Carlo (que era lo que había estado viendo en las noches de insomnio en la clínica), con lo que el Porsche tuvo también su descanso.
Lo resucitamos para el Rallye Costa Azahar Classic de 2017, con Luis Góngora ya de copi oficial. Allí comprobamos que, en el famoso tramo Cedramán, se quedaba un poco corto con lo que, finalizado el rally, apliqué la máxima: “Si quieres un coche para disfrutar, al Taller Alt Car lo has de llevar”. El abulense salió del taller convertido en un “señor de Ávila“, con unos carburadores Weber, amortiguadores Bilstein, zapatos nuevos y los 100 CV y alguno más, en plena forma, vamos.
Decidimos que, para que el A-112 no tuviera stress, este lo utilizaríamos a partir de entonces en Regularidad Sport, modalidad algo mas emocionante que la regularidad a carretera abierta pero bastante mas lenta, debido a las complicadas normas federativas. Y así, en esa modalidad, hemos hecho el Catalunya Històric y el Rally de Barbastro, un muy buen rally al que solo las interminables paradas en la zona de servicio (normas federativas al parecer) sobraban. La ventaja de correr en clásicos es que el vehículo no desmerece con el paso del tiempo sino al revés, hace como el cava. Y, por ello, te puedes dedicar más a el. El problema ahora es que, con este coche, se coge y se sobrepasa con facilidad la luz azul de este invento maquiavélico que es el Blunik. Y, la verdad, la luz verde este cronista la gestiona muy mal.
Antonio Arderiu Freixa