Por Antonio Arderiu.
En un articulo anterior sobre mis origines automovilísticos, aparecía una foto de este menda conduciendo un Pegaso Z-102 Spider en el circuito de Can Padró, en el Bages (Barcelona, España). Esta foto despertó el interés de muchos lectores que me pidieron que escribiese algo sobre el tema y, aún a riesgo de aburrirlos o decepcionarlos, ahí va...
Como expuse, mi padre D. Pedro, a lo largo de su vida, reunió una colección de vehículos singulares que harían la delicia de cualquier aficionado. Entre ellos figuraba un Pegaso Z-102, matrícula B-88960, de color blanco marfil. Se trataba de una unidad con carrocería Touring, chasis BT 141 y volante a la derecha. Su primer propietario fue Juan Jover, ‘gentleman driver’ español que, en 1949, había quedado segundo en Le Mans pilotando un Delage.
En 1953 se inscribió con el Pegaso barqueta BT 129 oficial, haciendo pareja con el aristócrata alemán Prince Paul Alfons von Metternich. En los entrenos, al ir a adelantar a un Cunningham cerca de la curva Dunlop, golpeó el talud derecho, atravesó la calzada y fue a empotrarse en el talud izquierdo. Juan Jover salió despedido y resultó con heridas múltiples en su pierna izquierda, que fue salvada “in extremis” por el Dr. Soler-Roig, quien acudió expresamente desde Barcelona en su Porsche 356. Como consecuencia de ello, el equipo Pegaso se retiró y la carrera fue un paseo para los Jaguar. El chasis (129) fue entonces reenumerado (141) y el volante se colocó a la derecha. Juan Jover adquirió un más aburguesado Mercedes-Benz 300 SL y el coche pasó a manos de Enrique Coma-Cros, quien lo utilizó deportivamente.
Enrique fue quien transformó excelentemente el Pegaso de nuestra historia. Lo llevó a Pedro Serra quien, a partir de la carrocería Touring Superleggera construyó un spider, que es el de las fotografías, con un hardtop cuyo destino es hoy un misterio, y un bonito color British Racing Green. Además, lo llevó a Italia, al mago Conrero, para que le hiciera alguno de sus “truquillos”. Estos consistieron, básicamente, en poner una culata hemisférica de aleación, un radiador de 16 litros y en modificar los frenos y las llantas, instalando unos frenos de Maserati y poniendo unas llantas Borrani que hubo que instalar al revés para que cupieran los frenos. Con este vehículo así modificado, Enrique participó asiduamente en competiciones, siendo el autor de la última victoria de un Pegaso en su grupo, evento que tuvo lugar un 11 de septiembre en la edición de 1960 de la Subida en Cuesta a Sant Feliu de Codines.
Cuando Enrique no pudo participar más en competiciones debido a su desafortunado accidente, lo puso en venta. El vivía en Anglí núm. 30 y nosotros, en aquel entonces, en Anglí 33, por lo que es fácil imaginarse el desenlace. Junto con unos amigos, mi Sr. Padre compró el deseado Pegaso. Andando el tiempo, deshicieron la sociedad que tenían y se adjudicaron los vehículos existentes, correspondiéndole a D. Pedro el Pegaso, que pasó entonces a nuestro garaje junto al Bugatti T44. Recuerdo el día que lo “estrenó”, por así decirlo. Era el 19 de marzo de 1966 y subimos con el a Montserrat, despertando la admiración de todos los otros coches y transeúntes con los que nos cruzábamos.
Desde entonces el Pegaso permaneció en la familia Arderiu y fue utilizado, esencialmente, en las labores de “coche liebre” en rallys internacionales de coches antiguos. Fallecido mi padre en 1991, en la distribución de la colección que acordamos los hermanos me cupo a mi heredar el Pegaso, que estaba en un almacén en Manresa un poco descuidado. A fuerza de constancia, y de quedarse tirado muchas veces en la carretera, lo fuimos poniendo al día hasta que, una buena mañana de mayo de 1992 nos atrevimos, mi hermano Pepe y yo, a llevarlo a uno de esos rallys o encuentros de aficionados. Y todavía recuerdo el placer de volver desde Berga a Manresa, por la carretera con escaso tránsito, y picarnos con un moderno VW Golf GTI, que todavía debe estar pensando cómo no pudo con un coche ¡¡de hacía 40 años!!
Lamentablemente el Pegaso tenía, entonces, unas pegas que lo incapacitaban para discurrir entre el tráfico cotidiano. En primer lugar, si encontrabas un vehículo más lento, se calentaba sin remedio y el conductor veía subir alarmantemente la temperatura del agua sin poder hacer nada. En segundo lugar, los frenos eran de la época y precisaban de su espacio para detener el vehículo. En tercer lugar, no sabemos qué tenía pero, repentinamente, se paraba y te tenía un buen rato esperando hasta que le daba la gana de arrancar de nuevo, con lo que siempre era una incógnita saber cuando acabarías la excursión. Y, por último pero no menos importante, era que todo el sistema de dirección se sustentaba en dos ejes unidos por un humilde pasador que si se rompía por el oxido o saltaba por lo que fuere, corrías el peligro de irte a la cuneta en milésimas de segundo (por cierto, ese mismo sistema era el que tenia el MB 280 W140, aquel modelo en el que falleció Lady Diana Spencer, extrañándome de que nadie comentara jamás este tema).
Ahora bien, cuando funcionaba correctamente, cuando conseguías que los cuatro Weber doble cuerpo interpretasen la misma melodía como si los dirigiera Von Karajan, y alimentasen los 2800cc de los ocho cilindros, era una delicia. El ruido emborrachaba y las sensaciones que transmitía al gran volante que tenía, eran indescriptibles. En curvas rápidas ni se movía y notabas el apoyo firme del tren trasero. Y en las lentas, un poco de cuidado al meter el morro y dosificar gas, pues la parte trasera tenía cierta tendencia a irse por su cuenta. Era como conducir un camión rápido: todo era duro y vibraba hasta el punto de que, luego, te montabas en un Toyota Diesel y parecías flotar. El cambio era duro pero muy preciso, a lo que ayudaba una buena rejilla y una empuñadora que, cuentan, por deseo expreso de Wifredo Ricart, tenía forma anatómica.
Era bastante elástico y desde abajo se notaba la potencia, que tampoco era tanta para hoy en día, pero sí para la época. Unos 180 CV. Las dos primeras velocidades estiraban bastante pero era la tercera la que te permitía ir rapidillo en zonas de montaña dosificando el gas y subiendo de vueltas sin compasión. La cuarta era muy adecuada para carreteras nacionales y recuperaba con cierta facilidad si los cuatro carburadores tocaban la misma música y, la quinta, que personalmente encontraba un poco corta, quedaba para llanear y para autopistas que en España no existían.
A este Pegaso lo fuimos sacando, poco pero continuadamente, por los alrededores de Fonollosa, en cortas excursiones de 50 km. a lo sumo, pero siempre con el mismo problema de que se paraba y estaba unos 20 minutos que no funcionaba. En una comida con Enrique Coma-Cros en la Fonda Europa de Granollers, nos aventuró que podría tratarse de falta o perdida de excitación de la bobina pero, este menda, que es de letras, como no fuera poner la mano debajo de la bobina y decirle “¡anda cachonda!”, ya no sabía que hacer, así que lo lleve a Juan de Tord (e.p.d.), que junto con Luis Góngora hicieron un magnifico trabajo y lo pusieron en condiciones de circular con fiabilidad. Ello nos permitió hacer más salidas y que fuera visto y, en cierta forma, conocido, recordando muy especialmente una subida a Gósol que fue una delicia. La revista Autohebdo vino a hacer un reportaje y ello acrecentó el conocimiento público del Pegaso.
Pero, a pesar de ello, el Pegaso seguía teniendo unas pocas cosillas que, la verdad, para quien no tiene un taller entero a su disposición, eran difíciles de ir arreglando y no permitían disfrutarlo en su integridad. Lo ideal hubiera sido un total desmontaje y volverlo a montar de nuevo, operación para la cual yo carecía de medios materiales en todos los sentidos. Por ello, antes de que volviera a caer en un letargo del cual ya no pudiera recuperarse y habiendo yo recibido una propuesta tipo Sr. Corleone (D. Vito para los amigos), ya saben “aquella que no se puede rechazar”, decidí desprenderme de él. Hoy, este Pegaso descansa en las mejores manos de la familia Pueche, que han hecho, con éxito visible, todo lo que yo no podía hacerle y han dejado un vehículo soberbio y fiable.
Para acabar, permítanme una reflexión personal. Yo no sé conducir mucho. Me divierto y con ello me vale. Pero creo que soy uno de los pocos mortales, sino el único, que ha tenido la gran suerte, la enorme suerte, de tener en su garaje tres coches míticos: un Bugatti, un Pegaso y el Porsche Carrera RS de 1973. Y puedo recordar las distintas sensaciones de los tres, no solamente de una prueba sino de un uso más o menos continuado.
© Antonio Arderiu Freixa
México, 5 de marzo 2024
JAS Info Service